viernes, 23 de septiembre de 2016

Llueve mal

En Padova llueve mucho, y llueve mal. Llueve tristeza, llueve desde dentro.

Llueve mucho y llueve mal.

Cada gota, en Padova, se llueve en soledad. Y todo se llena de pereza y de un hastío familiar.

Llueve.

Y en Padova también hay niebla, tanta niebla que te lloran las mejillas aunque sujetes bien las lágrimas. Y hace frío y hay un miedo tan húmedo que te cala hasta el tuétano. Y todos tienen miedo.

Y de noche, en Padova, la luz mortecina de las farolas se refleja en el suelo mojado, y entonces el asfalto tirita, y tú tiritas también.

Y en Padova, a veces, hay viento y se doblan los paraguas y sin paraguas también se doblan los que pasan. Y aunque la lluvia sigue y el cielo parece que se cae, la gente sigue andando, esperando algo de luz con un lamento inocuo y sin fuerzas que se les resbala por los labios.

La tierra, en Padova, bebe tanta agua que se llena y se hincha y se queda agotada de tanto aguantar.

Y en Padova, encima, nieva poco; y cuando lo hace, con su silencio acogedor, dura poco, porque al poco llueve y lo convierte todo en un fango ofensivo que te mancha las botas y cualquier esperanza se queda sucia.

En Padova llueve,

llueve mucho y llueve mal.

miércoles, 18 de mayo de 2016



LUCHA DE CLASES

Un hombre, con la tenacidad y la esperanza absurda y suicida que puede caracterizar a un Hombre, un hombre sólo ante su saco, se prepara.

Al otro lado del mundo otro hombre, con la soberbia y el miedo y la osadía que caracteriza a un Hombre, clava la vista en la pera fija, la golpea y también se prepara.

Un hombre como otro cualquiera que piensa en su futuro y se prepara duro.

Un hombre, como otro, que se mira los brazos fatigados y teme encontrarse un día una montaña más grande que él.

Los dos hombres sudan y sufren y piensan que entrenar duro será suficiente para ganar el último combate.

Una década más tarde una luz sale de los baños y atraviesa a uno de nuestros hombres proyectando su sombra en el ring, sin público, sin mujeres ni micro, tan vacío como la casa que le espera después del último entrenamiento. Se sienta en la banqueta, este hombre, y piensa en el otro hombre, al otro lado del mundo, preparando la maleta de viaje con la misma ceremonia, frialdad y desesperación con la que unas gotas de sudor resbalan por su nariz y revientan contra el suelo.

En medio del combate, nuestro hombre, en el día de su vida, se queda absorto y confirma, tras dos golpes secos y sordos, que frente él hay otro hombre.

Otro hombre idéntico en fiereza.

En un impás, nuestro hombre que está bailando como una mariposa y golpeando fuerte, ve en los ojos de su hombre el mismo desasosiego nocturno, la misma furia contra el mundo, el mismo miedo.

Pero el espectáculo sigue y no se detiene y ninguno de ellos siente ya dolor.

En una de las veces, cuando los luchadores caen rendidos en un abrazo, a nuestro hombre, sintiendo todo ese cuerpo enorme apoyado en el suyo, le vienen ganas de llorar y se acuerda de su mamá y se siente muy solo.

El hombre, ahora, siente entre sus brazos, además del peso ajeno, todo el peso del mundo. Y entonces, sin saber de dónde le viene esa rabia, da un paso atrás, despliega su brazo en una estética magistral y le parte la nariz a su rival.

Aquel hombre, el rival, cae por fin a la lona, el público explota de euforia y de terror mientras toda la humanidad de nuestro último hombre se arrodilla…

….más derrotado que nunca.

EL CAZADOR



El cazador

Una vez conocimos a un tipo al que llamamos “el cazador”. Ninguno de nosotros recuerda su nombre de pila, quizás no nos lo dijo nunca. Llegó a finales de primavera y desapareció poco antes de que la niebla de octubre inundase el pueblo. Tenía por costumbre deambular con una mochila con un cazamariposas dentro que le sobresalía por encima del hombro, unas botas gastadas y sucias y un sombrero de peregrino todo roído. Parecía que hubiera estado siempre de viaje y había algo en su mirada que despertaba una implacable fascinación y un cierto sentimiento de desconfianza.
Creemos que buscaba algo o a alguien, lo único cierto fue que no lo consiguió.
Dentro de su mochila también llevaba un arma.
Lo supimos la madrugada en la que Johnny no paraba de decir que iba a enfermarse, que no podía faltar al trabajo en su primera semana, que el viejo Buck le abriría la cabeza con una maldita llave inglesa nada más cruzar la puerta del garaje y que no entendía porque tenía que esconderse para beber si ya había cumplido 16, que él no tenía miedo al gruñón de su padre y que… entonces el cazador sacó una bufanda raída de su mochila y el revólver cayó al suelo como si pesara una tonelada. Ninguno de nosotros supo jamás si lo había utilizado, si estaba cargado o si era sencillamente de fogueo. Se agachó, lo devolvió a la mochila con parsimonia, Johnny se puso la bufanda, bebió un trago y todos los demás le imitamos con un buen trago.
Aquella misma noche tuve una pesadilla en la que me volaba la tapa de los sesos. Se lo conté a todos, y desde entonces nadie dudo de que el cazador llevaba la pistola encima por si un día se cansaba de buscar y decidía acabar con todo.

Aquel verano llegó a ser uno de los nuestros, un amigo de verdad, el líder sigo defendiendo yo: nunca levantaba la voz, ni nos mandaba, pero tenía una mirada severa e incisiva para las travesuras que consideraba intolerantes y una complacencia de santo para las metidas de pata de Jhonny.
Era como si con su ternura nos diera a entender que, cualesquiera fueran nuestros pecados, él ya los había cometido antes en el gran repertorio de equivocaciones que era su vida, y que precisamente por eso, no iba a permitir que ninguno de nosotros hiciera lo mismo.
Dependiendo del día y de la cantidad de tiempo que pasaras con él, su rostro se trasfiguraba, y la barba rufa (que todos envidiábamos) cambiaba de color al atardecer.
Muchos le temían.
A mí, personalmente, me estremecía la rabia súbita e incomprensible que a veces se le escapaba por los ojos o la violencia callada de algunos de sus ademanes. Pero en el fondo, guardaba como un secreto la impresión de que era un ser indefenso, y eso me despertaba una gran compasión por él.
Para conmigo, no llego a entender aún por qué confiaba ciega y tranquilamente en mi destino. Yo, con mi poca experiencia de entonces, lo amaba, lo amaba como al hermano mayor que nunca tuve; pero él…dudo que él encontrara algún momento en su vida en el que quererse un poquito. Él era así: inconsistente y penetrante como nuestra niebla de octubre.
Cuando llegué a tener mucha más barba de la que él tenía por entonces, entendí que el cazador era un hueco, un río que corría angustiado por los recodos de la existencia en busca de un lugar donde derramarse. Y visto así no me parecía tan fascinante. Sin embargo, con el paso de los años mi admiración ha ido en aumento, y aunque mantengo vívidos los recuerdos de sus gestos tristes y de su mirada de héroe agotado, siempre pienso en él.  Cuando no quiero llegar a casa, y deambulo por esta ciudad irreconocible, y me sorprende un reflejo taciturno que camina en paralelo a los escaparates, me detengo: veo a un hombre menos altivo y orgulloso que el cazador, más sombrío si cabe, menos ingenuo; una sombra que se deforma con el juego de bruñidos de los cristales. Entonces recuerdo cómo me miraba, de otro modo, pienso en que jamás lo olvidé y pienso en cómo me pensarán mis nietos. Y pienso que si sigue vivo es porque yo le pienso. Entonces me yergo maquinalmente, mando hacia atrás los hombros y camino. Tras unos pocos pasos creo oír su sonrisa aparatosa y me parece ver, en la luz trémula de un charco asfaltado, las ambiciones de aquellos chiquillos de pueblo.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Te ríes y las cosas se ríen también; se ríe la tostadora a las 8 de la mañana, se sonroja como una tonta nuestra ventana. Se ríe la colonia si la aprietas, se sonríen las sabanas cuando bostezas. Me río yo cuando te ríes, y se ríen mis pies si se cruzan con tus pies. Les haces cosquillas y aguantan la risa tus vestidos cuando los revuelves en el armario perdidos, cuando te vuelves hacia el espejo éste se ríe un poquito y también el baño se ríe bajito cuando se te escapa un pedito.
Son las noches del un poquito más, las noche del miedo al amanecer, el temor a perder la suavidad de la caricia, de que se te escurra la certeza de estar vivo entre los dedos, así como te vence el sueño, tan fácilmente, que se desvanezca este instante carente de aire y ajeno a los ruidos diarios. Ventajas de estar borracho; la felicidad de estar al otro lado del mundo, la contemplación de la fachada en ruinas, de la grieta implacable, de lo despiadado de tu ausencia, de la enorme sabiduría del silencio. Las noches en las que lo intento y casi lo consigo, las noches amables de Agosto.
De entre todas las mujeres que he conocido, personas inspiradoras y emocionantes, tu eres diferente, absolutamente única. Porque en tu pequeño cuerpo, y en tus pequeños dedos, se esconde la fuerza salvaje de la vida, el coraje de permanecer y la osadía de vivir, de vivir bien por encima de todo. Cuando tú hablas, no lo haces tú realmente, es la fuerza de toda una regeneración que te arrastra y modelas con tus palabras, apropiándote de una energía que no te pertenece del todo, que eres tú y que no es tuya, una inercia que te empuja con el arrojo de las miles de mujeres que te precedieron, que te dan forma y que tú modelas con tu aliento para las siguientes que te sucederán.
Un ejército de jardineros, ataviados con sombreros de paja y polos verdes, son los únicos que trabajan realmente aquí. Como los antiguos siervos de la Medina, mantienen el orden y la exuberancia que la Alahambra requiere. Un trabajo imprescindible para que la vegetación arranque a la arquitectura del pasado y no la relegue a meras ruinas. En medio de un calor aplastante, estos currantes lo saben aunque no sé lo creen: son sus manos las que se refrescan en las fuentes y las que permiten que la rosa y el jazmín perfumen cada rincón de ensueño y capricho. Lo único que consuela es pensar que, entre tanto turista flojo o alguna que otra discusión elevada (como este mismo escrito presuntuoso); ellos charlan y se relajan, se refrescan y disfrutan del silencio manso del agua...cuando todos se van. De alguna manera saben que, en realidad, toda esta belleza es suya. Aquí huele todo, pero es el olor resinoso de los cipreses el que más me atrapa. De repente me recuerda a veranos infantiles, a jugar a lanzar sus bolas verdes y compactas a la cabeza de algún amigo. Me lleva a veranos de pelo desordenado y dedos arrugados por el agua.