El cazador
Una vez conocimos a un tipo al que llamamos “el cazador”.
Ninguno de nosotros recuerda su nombre de pila, quizás no nos lo dijo nunca. Llegó
a finales de primavera y desapareció poco antes de que la niebla de octubre
inundase el pueblo. Tenía por costumbre deambular con una mochila con un
cazamariposas dentro que le sobresalía por encima del hombro, unas botas
gastadas y sucias y un sombrero de peregrino todo roído. Parecía que hubiera
estado siempre de viaje y había algo en su mirada que despertaba una implacable
fascinación y un cierto sentimiento de desconfianza.
Creemos que buscaba algo o a alguien, lo único cierto fue
que no lo consiguió.
Dentro de su mochila también llevaba un arma.
Lo supimos la madrugada en la que Johnny no paraba de decir
que iba a enfermarse, que no podía faltar al trabajo en su primera semana, que
el viejo Buck le abriría la cabeza con una maldita llave inglesa nada más
cruzar la puerta del garaje y que no entendía porque tenía que esconderse para
beber si ya había cumplido 16, que él no tenía miedo al gruñón de su padre y
que… entonces el cazador sacó una bufanda raída de su mochila y el revólver cayó
al suelo como si pesara una tonelada. Ninguno de nosotros supo jamás si lo
había utilizado, si estaba cargado o si era sencillamente de fogueo. Se agachó,
lo devolvió a la mochila con parsimonia, Johnny se puso la bufanda, bebió un
trago y todos los demás le imitamos con un buen trago.
Aquella misma noche tuve una pesadilla en la que me
volaba la tapa de los sesos. Se lo conté a todos, y desde entonces nadie dudo
de que el cazador llevaba la pistola encima por si un día se cansaba de buscar
y decidía acabar con todo.
Aquel verano llegó a ser uno de los nuestros, un amigo de
verdad, el líder sigo defendiendo yo: nunca levantaba la voz, ni nos mandaba, pero
tenía una mirada severa e incisiva para las travesuras que consideraba intolerantes
y una complacencia de santo para las metidas de pata de Jhonny.
Era como si con su ternura nos diera a entender que, cualesquiera
fueran nuestros pecados, él ya los había cometido antes en el gran repertorio
de equivocaciones que era su vida, y que precisamente por eso, no iba a
permitir que ninguno de nosotros hiciera lo mismo.
Dependiendo del día y de la cantidad de tiempo que
pasaras con él, su rostro se trasfiguraba, y la barba rufa (que todos
envidiábamos) cambiaba de color al atardecer.
Muchos le temían.
A mí, personalmente, me estremecía la rabia súbita e
incomprensible que a veces se le escapaba por los ojos o la violencia callada
de algunos de sus ademanes. Pero en el fondo, guardaba como un secreto la
impresión de que era un ser indefenso, y eso me despertaba una gran compasión
por él.
Para conmigo, no llego a entender aún por qué confiaba
ciega y tranquilamente en mi destino. Yo, con mi poca experiencia de entonces,
lo amaba, lo amaba como al hermano mayor que nunca tuve; pero él…dudo que él
encontrara algún momento en su vida en el que quererse un poquito. Él era así: inconsistente
y penetrante como nuestra niebla de octubre.
Cuando llegué a tener mucha más barba de la que él tenía por
entonces, entendí que el cazador era un hueco, un río que corría angustiado por
los recodos de la existencia en busca de un lugar donde derramarse. Y visto así
no me parecía tan fascinante. Sin embargo, con el paso de los años mi
admiración ha ido en aumento, y aunque mantengo vívidos los recuerdos de sus
gestos tristes y de su mirada de héroe agotado, siempre pienso en él. Cuando no quiero llegar a casa, y deambulo
por esta ciudad irreconocible, y me sorprende un reflejo taciturno que camina en
paralelo a los escaparates, me detengo: veo a un hombre menos altivo y
orgulloso que el cazador, más sombrío si cabe, menos ingenuo; una sombra que se
deforma con el juego de bruñidos de los cristales. Entonces recuerdo cómo me
miraba, de otro modo, pienso en que jamás lo olvidé y pienso en cómo me pensarán
mis nietos. Y pienso que si sigue vivo es porque yo le pienso. Entonces me
yergo maquinalmente, mando hacia atrás los hombros y camino. Tras unos pocos
pasos creo oír su sonrisa aparatosa y me parece ver, en la luz trémula de un
charco asfaltado, las ambiciones de aquellos chiquillos de pueblo.